lunes, 23 de mayo de 2011

"Piratas del Caribe. En mareas misteriosas" - Hundir la flota



Desde aquí me parece escuchar lo que ocurre dentro de los despachos de Walt Disney. Los aplausos y las felicitaciones, las botellas de champagne francés reservadas para una ocasión especial, las palmaditas en la espalda. La locura del éxito. "Lo hemos conseguido. ¿Qué importa robarle la dignidad a una saga que nos ha dado tanto? Lo importante es que los dólares ya están en casa". Y, mientras tanto, Johnny Deep podrá volver a los brazos de Tim Burton con su enésima colaboración en "Dark Shadows" tras repetir en la piel de un personaje emblemático, icónico, pero también tras reiterar tics, amaneramientos y gestos que, de conocidos, pierden encanto. Pero, repito, poco parece importarle todo esto a los responsables de "Piratas del Caribe. En mareas misteriosas", la cuarta entrega, que no lo es, de una de las franquicias más dignas de la factoría Disney.

Cuando se bajaron del barco, nunca mejor dicho, pilares tan importantes de la trilogía inicial como Keira Knightley, Orlando Bloom y, el director, Gore Verbinski, uno podía intuir que es lo que estaba ocurriendo. Una estrategia de marketin puro y duro construido para el éxito taquillero, para arrastrar a las masas a los cines donde reencontrarse con el capitán Jack Sparrow, un personaje asentado en la memoria cinéfila colectiva que merecía un retorno mucho más digno. Para empezar, al menos, alguna muestra de cariño hacia las anteriores películas "piratas", las cuales son absolutamente ignoradas en una trama que da pie a una película que actúa como si ninguna de sus anteriores entregas hubiera existido. Si acaso, la única referencia es la desmesura. Al igual que su antecedente más inmediato, aquella ambiciosa, arriesgada e irregular "Piratas del Caribe. En el fin del mundo", la, a todas luces, excesiva duración de la cinta juega muy a su contra, alcanzando cotas de sopor importantes, especialmente en todo el tramo ambientado en la isla, ambientación que se aprovechó de, infinita, mejor manera en la, infravalorada y brillante, "Piratas del Caribe. El cofre del hombre muerto".

Pero no todo es negativo. Por supuesto que las aventuras de Sparrow siguen siendo entretenidas y se agradece el regreso a ese tono desenfadado y divertido que caracterizaba a su primera entrega. Incluso en sus mejores momentos, entre los que destaca sobremanera el encuentro con las sirenas, "Piratas del Caribe" demuestra que, con un poco más de intención, se podría haber conseguido algo más que una buena película. Pero, por desgracia, ni la aparición del personaje de una aceptable Penélope Cruz, ni, desde luego, la incursión de tramas paralelas que no hacen más que interrumpir el ritmo trepidante que se le intenta dar al film, consigue elevar "Piratas del Caribe. En mareas misteriosas" más allá del aprobado justo. No consigue hundir la flota entera pero es poco botín. Sobre todo para Sparrow.

domingo, 15 de mayo de 2011

"Medianoche en París" - Allen del presente




Woody Allen es, probablemente, uno de los directores que más cara le ha plantado al paso del tiempo. En activo, como director, desde 1969 y ofreciendo una película anual a partir de la maravillosa “La comedia sexual de una noche de verano”, hace ya 29 años, nada más y nada menos, el genio neoyorkino se encaraba con el tic tac del reloj en una especie de carrera imposible hacia la inmortalidad artística a través de su obra, al renacer constante con sus historias, homenajeándolas, respetándolas y creando una especie de retroalimentación cinematográfica que, solamente, es posible cuando uno tiene en su haber un buen puñado de obras maestras, como es el caso. Alabado hasta la extenuación en su época dorada, la que da comienzo con “Annie Hall” y concluye con “Delitos y faltas”, y criticado con semejante devoción en su última época, de “Celebrity” a “Conocerás al hombre de tus sueños”, esa joya subestimada del pasado año, Allen no ha cesado en un empeño que, todo indica, es más una técnica de supervivencia, un amor desproporcionado a escribir y rodar, a contar historias, grandes o pequeñas, complejas o sencillas, de un tipo que, clarinetes aparte, no comprendería, ni soportaría, la existencia sin sentarse cada día a poner palabras a unos personajes que pertenecen, por derecho propio, a un universo artístico inconfundible. “Medianoche en París”, su último estreno, parece volver a poner de acuerdo a unos y a otros, los que no han tardado en gritar a los cuatro vientos que el “Woody Allen de antes, ha vuelto”, y a todos los que, como un servidor, nunca percibimos que desapareciera del todo. En cualquier caso, el arte y el paso del tiempo, elementos de esta introducción, servirían también para resumir las dos claves que encierra la última película de Allen que, para una vez que estamos casi todos de acuerdo no vamos a obviarlo, pasa por ser su mejor película desde “Match Point”.

A través de una premisa argumental de la que es mejor saber no saber nada o, en su defecto, lo mínimo, Allen escribe, con su mejor tono, una historia original, brillante, llena de una melancolía implícita que se ejemplifica a la perfección en esas calles parisinas mojadas por una lluvia que, es lo que tiene la “ciudad del amor”, te dan ganas de patear sin paraguas de arriba abajo. Lo mismo que le sucede a un Owen Willson correcto en su papel pero, demasiado, lastrado por una sucesión de tics “allenianos” que, por momentos, nos puede parecer un concurso de imitadores (buenos, eso sí) más que una interpretación propia. A pesar de todo, lo que le rodea está tan bien contado y llevado que uno no puedo más que sumergirse de lleno en una aventura romántica/temporal que, más allá de tener el mejor giro de guión en la filmografía del neoyorquino en la última década, supone una nueva demostración de ingenio e inteligencia marca de la casa, un soberbio trabajo de constante creación de escenas memorables, que respiran vida propia gracias a una sucesión de personajes tan conocidos como inolvidables, entre los que, si hay que quedarse con uno, emerge un Ernest Hemingway inconmensurable.

Como sucede en la mayoría de ocasiones en la filmografía de Allen, la historia, sus personajes, incluso su, en esta ocasión, deslumbrante entorno (pocas veces París ha aparecido en pantalla tan cautivadora), son, en realidad, una excusa para llegar a una idea personal marcada por la reflexión humana, esa que siempre parece tan propia pero que, no nos engañemos, es tema universal. En esta ocasión, la inconformidad continua de las personas ante su presente, la necesidad, casi obligatoria, que nos imponemos con esa manida frase de “cualquier tiempo pasado, fue mejor”, un lastre que, no solamente no nos permite disfrutar de un día a día con el que tendríamos, más que suficiente, trabajo para alegrarnos y deprimirnos por igual, sino que empaña la opción de mirar al futuro con, al menos, perspectiva. Muchos podrán encontrar reivindicativo el mensaje de “Medianoche en París”, leerán entre líneas la declaración de principios de un director que parece exigir una tregua ante todos aquellos que se empeñan en comparar su obra del 2011 con la de 1977, un ejercicio tan incoherente como injusto, que anula cualquier atisbo de la, inevitable, madurez del autor. Pero, no se confundan, este Allen no es el del pasado, es el Allen del presente y, seguramente, cuando recordemos dentro de un año este maravilloso paseo parisino que hemos hecho de su mano, suspiremos con la naturalidad que conllevan las grandes películas que conviertes en un tesoro personal. Pero, quien sabe, quizás pensemos en ella andando bajo la lluvia, camino de una de esas salas en las que, como cada año, nos sentaremos para ver que se cuenta este lujo para la cabeza y el corazón disfrazado de director de cine. Y, será entonces, cuando el presente nos parezca algo, completamente, inmejorable.