sábado, 23 de octubre de 2010

"Déjame entrar" - Hacerse mayor




Cuando la pantalla queda en blanco absoluto e inmaculado, como la nieve que ha ido protagonizando los escenarios desde el comienzo de la película, y empiezan ha aparecer los responsables de este soberbio remake, uno se siente profundamente conmovido por lo que ha visto. Cuando uno sale del cine, y en su cabeza resuena la abrumadora banda sonora firmada por Michael Giachinno que rellena los silencios de esos dos niños inolvidables, uno se siente profundamente emocionado por lo que le han contado, y el modo en el que lo han hecho. Cuando uno, dos días después de ver la película, recuerda alguna de sus escenas y momentos, es consciente de que ha sido testigo de una de las mejores películas del año. “Déjame entrar”, versión USA, recoge el testigo de su excelente cinta original, para engrandecerla y completarla, entenderla y respetarla, rendir tributo emocionado y, aquí está lo verdaderamente importante, emocionante.

Y la labor no era, en absoluto, sencilla. La cinta sueca estrenada hace dos años marcó un pequeño hito en la historia del género, siendo en la actualidad, una de las cintas más respetadas y queridas por todos aquellos que pudimos disfrutarla en su corta e injusta trayectoria en las salas de cine de nuestro país. Así que el trabajo que tenía por delante el director Matt Reeves, cuya filmografía se basa exclusivamente en la, tan entretenida como irrelevante, “Monstruoso”, se presentaba como un riesgo, para muchos, innecesario. Pero, he aquí la excepción que confirma la regla: se pueden hacer buenos, excelentes, remakes que justifican, por si solos, la relectura de una joya como “Déjame entrar”. No se trata de superarla, sino de ofrecer una nueva visión de algo que ya nos habían contado de otro modo. Dos versiones de una misma historia.

Donde en la original había frialdad, bien entendida, aquí hay emoción, de esa que se contagia. Y mucha parte de culpa la tienen sus dos absolutos protagonistas. Kodi Smit – McPhee y Chloe Moretz regalan dos interpretaciones para el recuerdo, sabiendo entender a sus personajes y otorgándoles una sinceridad, ternura y fragilidad que conmueve. Y es que aquí está la otra clave para entender por completo “Déjame entrar”. No se trata, ni muchísimo menos, de una película de vampiros, no. Lo que tenemos ante nosotros es una de las más bellas reflexiones sobre la pérdida de la inocencia, la fragilidad y soledad de dos personas, en este caso niños, que no necesitan más que sentarse en un columpio helado de una zona residencial de Los Álamos para acompañarse, necesitarse y quererse de la manera más pura que el ser humano puede concebir. Tienen un mundo que les maltrata alrededor, lleno de incomprensión y ruido, pero ellos no necesitan más que el papel de una chuchería para demostrarse olvidarse de todo y ser un pequeño universo aparte.

Y es que, después de todo, de eso se trata. De los pequeños detalles, de los tímidos gestos que sus dos protagonistas se regalan, de la compasión, el miedo, el amor y la soledad que les une y les identifica. “Déjame entrar” es una película de terror donde lo que importa son las miradas. Es un thriller, donde lo que cuenta son los silencios. Es una de vampiros que se convierte en memorable gracias al amor. Al amor de un remake hacia su original, de un director hacia su historia, de unos actores hacia sus personajes, y de unos personajes hacia su relación. Hay sustos, sangre y mordiscos en el cuello, si, pero, cuando pase el tiempo, lo que realmente recordaremos y nos estremecerá serán dos niños asustados que encuentra, al fin, un momento de comprensión y compañía acariciando una pared que les une tanto como les separa. La inocencia se fue para siempre. Que forma más hermosa de hacerse mayor.


domingo, 17 de octubre de 2010

La Red Social - ¿Por qué?




Cuesta entender el momento en el que vivimos. Comprender lo que nos rodea. Ser conscientes de nuestra realidad no es una tarea sencilla y muchos desisten ante ella. Algunos artistas comprendieron el mundo en el que habitaban, la sociedad de la que formaban parte, y utilizaron su arte para describirlo, dibujarlo, cantarlo, contarlo. Nadie se había atrevido hasta ahora a ponernos un espejo delante para descubrir nuestro verdadero yo, las miserias a las que el ser humano se enfrenta día a día, la superficialidad a la que se agarra, la ambición que se puede encontrar en los rincones más o menos ocultos de cada uno, el tiempo en el que nuestras huellas encuentran su camino hacia la satisfacción. Por eso hay que ver “La Red Social”.


Uno se encuentra en un bar, en una casa, en un parque, en un banco teniendo una conversación única, triste, alegre, lúcida, apasionante, necesaria. Y cuando todo acaba, y cada una de las personas regresa a su hogar se sienta frente a un ordenador, lo enciende, espera impaciente a que la pantalla muestre sus múltiples opciones y, entonces, comienza a navegar por Internet. Intenta encontrar un apéndice a la última palabra dicha frente a la cara de la otra persona, un punto final que acompañe a los puntos suspensivos que quedaron en el aire, una canción que encierre un secreto, una frase, una idea, algo que se ha podido decir pero uno quiero repetir hasta la saciedad. Entra en Facebook, escribe una frase, y espera ansioso que, en la esquina de la pantalla aparezca un nuevo mensaje de esa persona que no ha subido nada nuevo a su página personal. ¿Por tiempo quizás? ¿O es qué no siente lo mismo? Los sentimientos escritos desde la frialdad de una pantalla. Es tan sencillo como complejo, tan feliz como desolador, tan excepcional como inquietante. Y nadie nos lo había enseñado de manera tan clara. Por eso hay que ver “La Red Social”.


El ser humano necesita sentirse valorado. Necesita saber que hay alguien al otro lado, que se preocupan por el, que se mantienen alerta por si necesita cualquier cosa. Necesita verse reflejado en otras reflexiones, protagonista o secundario en la vida de alguien, centro de atención de algunas dudas, conflictos, alegrías o tristezas de otro de sus semejantes. Sentirse solo, excluido del sector de personas del que deseas formar parte puede provocar una de las ideas más revolucionarias e importantes de nuestra historia, como es el caso que nos ocupa, pero también puede despertar el lado más ambicioso, egocéntrico y perturbador que es parte innegociable de una parte de nuestro comportamiento. Hasta que punto un ser humano puede ser popular solo por contar con 200 amigos en una red social. Hasta que punto esas relaciones son reales. Hasta que punto alguien puede sentirse solo frente a una pantalla mientras lee que tiene 200 amigos en Facebook. Nadie nos había hecho pensar en esto de manera tan clara. Por eso hay que ver “La red social”.


No se trata solo de una demostración de sabiduría cinematográfica por parte de un genio como David Fincher con unos actores que alcanzan la perfección. De una película necesaria. De un clásico que servirá para entender de que se trata todo esto en donde andamos todos metidos. Ni siquiera es solamente una obra maestra de nuestro tiempo. Y, muchísimo menos, es solo una película sobre el creador de Facebook. Se trata de una historia sobre nuestras miserias, necesidades, complejidades. Se trata de algo que habla de ti, de mi, de nosotros. Y, por supuesto que ya soy fan de su página, que le he dado a “Me gusta” a todos los enlaces que he encontrado sobre ella y que yo mismo me he encargado de recomendarla a mis amigos a través de su plataforma. Y sigo esperando a que aparezca “nuevo mensaje de…”. Pero nadie se había atrevido a recordarnos de tal manera lo necesario que es volver a escuchar una voz o volver a mirar a los ojos a alguien. Es tan grande que da miedo, tan necesario que asusta. Pero no hablo de Facebook, no, esa historia es apasionante, me refiero al ser humano. Ya era hora de dejar de hablar de lo que éramos o de lo que podemos llegar a ser. Tocaba hablar de lo que somos. Y por eso hay que ver “La Red Social”.

Nota: 10

Buried - La auténtica caja mágica




Hay historias, que demuestran que los prejuicios, los argumentos expuestos con prisas y sin pausas, solamente existen para ser derribados. Hay películas que, a priori, solamente pueden o ser geniales o ser un absoluto desastre, sin encontrar el ansiado punto medio que te aleja de la gloria, si, pero también del precipicio. Un hombre en una caja, un mechero, un móvil con tres rayas de batería y un bolígrafo. 100 minutos. Con esos instrumentos, que suponen el conjunto de protagonistas visuales y temporales de “Buried”, el nuevo trabajo del cineasta español Rodrigo Cortés, todo parecía abocado al suicidio artístico, al riesgo tomado sin conciencia ni control. Pero, y aquí viene lo mejor, en la inconsciencia, está la genialidad. Y la magia del cine se produce.


“Buried” es, desde su asfixiante comienzo y hasta su valiente y apabullante desenlace, una obra maestra que iguala sus valores como tour de force artístico e innovador, nunca se ha hecho nada igual hasta el día de hoy, con la capacidad indiscutible del mejor thriller de atrapar al espectador y zarandearlo a su gusto. Una experiencia cinematográfica que, una vez superado el impacto inicial, no se permite bajar el listón en ningún momento. Y todo, o casi todo, gracias al guión de Chris Sparling, de los mejores que se han escrito en años, un mecanismo perfecto capaz de crear situaciones y acontecimientos entre cuatro paredes de madera que elevan la historia a muchos niveles más de los que uno podría imaginar.

¿Y qué decir de Ryan Reynolds? Más allá de la admiración que se le pueda tener por ser el marido de Scarlett Johanson, uno no puedo más que quitarse el sombrero ante el esfuerzo interpretativo y físico, casi sobrehumano en ambos niveles, que el estadounidense regala poniéndose en la piel de Paul Conroy. En su mirada, sus gritos, sus gestos y, sobre todo, sus expresiones, está el ser humano con el que nos involucramos, al que comprendemos y por el que sufrimos. Pero, si hay que poner un punto y a parte, ese es para Rodrigo Cortés. Si Sparling es la cabeza de “Buried” y Reynolds su corazón, Cortés es el alma de una historia que solamente podía salir bien si se afrontaba desde la genialidad. Y así ha sido, el cineasta español ofrece una auténtica lección de cine en cada uno de sus planos, travelings, zooms. Nada sobra y nada falta a una dirección, simple y llanamente, perfecta.


Hemos tardado mucho, quizás demasiado, en recibir en las carteleras a una película valiente, redonda, excepcional, muestra de aquello que siempre debe ser el cine, una máquina de fabricar emociones, sueños, o, en este caso, pesadillas. “Buried” cumple todos los requisitos para ser mucho más que una de las películas del año, algo evidente, sino que también se posiciona como una de esas películas que aparecen cada mucho tiempo para redescubrirle a uno la razón por la que ama este modo de hacer arte. Después de todo, una sala de cine no se diferencia demasiado de la caja en donde habita el protagonista de “Buried”. Cuatro paredes con la única luz que proporciona un proyector. Sufrimos con Reynolds. Nos rendimos ante el cine de Cortés. Que lujo volver a hablar de cine con letras mayúsculas.

Nota: 10