domingo, 15 de mayo de 2011

"Medianoche en París" - Allen del presente




Woody Allen es, probablemente, uno de los directores que más cara le ha plantado al paso del tiempo. En activo, como director, desde 1969 y ofreciendo una película anual a partir de la maravillosa “La comedia sexual de una noche de verano”, hace ya 29 años, nada más y nada menos, el genio neoyorkino se encaraba con el tic tac del reloj en una especie de carrera imposible hacia la inmortalidad artística a través de su obra, al renacer constante con sus historias, homenajeándolas, respetándolas y creando una especie de retroalimentación cinematográfica que, solamente, es posible cuando uno tiene en su haber un buen puñado de obras maestras, como es el caso. Alabado hasta la extenuación en su época dorada, la que da comienzo con “Annie Hall” y concluye con “Delitos y faltas”, y criticado con semejante devoción en su última época, de “Celebrity” a “Conocerás al hombre de tus sueños”, esa joya subestimada del pasado año, Allen no ha cesado en un empeño que, todo indica, es más una técnica de supervivencia, un amor desproporcionado a escribir y rodar, a contar historias, grandes o pequeñas, complejas o sencillas, de un tipo que, clarinetes aparte, no comprendería, ni soportaría, la existencia sin sentarse cada día a poner palabras a unos personajes que pertenecen, por derecho propio, a un universo artístico inconfundible. “Medianoche en París”, su último estreno, parece volver a poner de acuerdo a unos y a otros, los que no han tardado en gritar a los cuatro vientos que el “Woody Allen de antes, ha vuelto”, y a todos los que, como un servidor, nunca percibimos que desapareciera del todo. En cualquier caso, el arte y el paso del tiempo, elementos de esta introducción, servirían también para resumir las dos claves que encierra la última película de Allen que, para una vez que estamos casi todos de acuerdo no vamos a obviarlo, pasa por ser su mejor película desde “Match Point”.

A través de una premisa argumental de la que es mejor saber no saber nada o, en su defecto, lo mínimo, Allen escribe, con su mejor tono, una historia original, brillante, llena de una melancolía implícita que se ejemplifica a la perfección en esas calles parisinas mojadas por una lluvia que, es lo que tiene la “ciudad del amor”, te dan ganas de patear sin paraguas de arriba abajo. Lo mismo que le sucede a un Owen Willson correcto en su papel pero, demasiado, lastrado por una sucesión de tics “allenianos” que, por momentos, nos puede parecer un concurso de imitadores (buenos, eso sí) más que una interpretación propia. A pesar de todo, lo que le rodea está tan bien contado y llevado que uno no puedo más que sumergirse de lleno en una aventura romántica/temporal que, más allá de tener el mejor giro de guión en la filmografía del neoyorquino en la última década, supone una nueva demostración de ingenio e inteligencia marca de la casa, un soberbio trabajo de constante creación de escenas memorables, que respiran vida propia gracias a una sucesión de personajes tan conocidos como inolvidables, entre los que, si hay que quedarse con uno, emerge un Ernest Hemingway inconmensurable.

Como sucede en la mayoría de ocasiones en la filmografía de Allen, la historia, sus personajes, incluso su, en esta ocasión, deslumbrante entorno (pocas veces París ha aparecido en pantalla tan cautivadora), son, en realidad, una excusa para llegar a una idea personal marcada por la reflexión humana, esa que siempre parece tan propia pero que, no nos engañemos, es tema universal. En esta ocasión, la inconformidad continua de las personas ante su presente, la necesidad, casi obligatoria, que nos imponemos con esa manida frase de “cualquier tiempo pasado, fue mejor”, un lastre que, no solamente no nos permite disfrutar de un día a día con el que tendríamos, más que suficiente, trabajo para alegrarnos y deprimirnos por igual, sino que empaña la opción de mirar al futuro con, al menos, perspectiva. Muchos podrán encontrar reivindicativo el mensaje de “Medianoche en París”, leerán entre líneas la declaración de principios de un director que parece exigir una tregua ante todos aquellos que se empeñan en comparar su obra del 2011 con la de 1977, un ejercicio tan incoherente como injusto, que anula cualquier atisbo de la, inevitable, madurez del autor. Pero, no se confundan, este Allen no es el del pasado, es el Allen del presente y, seguramente, cuando recordemos dentro de un año este maravilloso paseo parisino que hemos hecho de su mano, suspiremos con la naturalidad que conllevan las grandes películas que conviertes en un tesoro personal. Pero, quien sabe, quizás pensemos en ella andando bajo la lluvia, camino de una de esas salas en las que, como cada año, nos sentaremos para ver que se cuenta este lujo para la cabeza y el corazón disfrazado de director de cine. Y, será entonces, cuando el presente nos parezca algo, completamente, inmejorable.

1 comentario:

Juan A. Poveda dijo...

¡Coincido en todo, un Woody Allen incansable por un lado, y del que nunca nos cansaremos por el otro!

Respecto al artículo (y hablando también del referente al 7º arte), gran uso de las palabras, medidas y encajadas a la perfección. Un placer leer críticas como estas, en las que abundan los pensamientos positivos, en los que se atisba el gusto especial por el cine, el placer de escribir sobre lo que te gusta. Admiro siempre a los pocos críticos que se alejan del camino fácil de realizar duras críticas muchas veces sin sentido ni corazón, que van a las salas con cierta obligación y falta de ilusión que creo que abundan demasiado en la prensa actual.