domingo, 10 de abril de 2011

"¿Para qué sirve un oso" - El exceso de la virtud



La amabilidad es un don del ser humano. Hasta ahí estamos todos de acuerdo. Los buenos detalles, la sonrisa, el disculparse por los errores, agradecer los favores que se dan y demás, suponen una virtud en peligro de extinción. El cine puede adaptarse a este cúmulo de situaciones, a esas buenas maneras, a ese intento incesante de contar historias para toda la familia que permitan situar la manida frase de promoción: "le gustará a tu hermano de 5 años y a tu abuelo de 80". Tom Fernández, el cual desarrolló, de manera más que evidente en casi todos los aspectos de sus largos, su carrera en el mundo de la televisión, consiguió un, cuanto menos sorprendente, éxito de taquilla y crítica con su debut en la gran pantalla, "La torre de Suso", intrascendente homenaje a la amistad, madurez y pérdida. No obstante, estaba resuelta con astucia y buen tono, ayudado por un grupo de intérpretes que mostraban su eficacia ante unos personajes bien dibujados. Podríamos decir que aquellos detalles sustentaban, en cierto modo, el conjunto, pero, con su segunda película, esta "¿Para qué sirve un oso?", a Fernández no hay quien le salve.


Difícil hablar de una película que cuenta tan poco y de manera tan sosa y monótona. Para resumir, todos nos sabemos de memoria lo que va a ir ocurriendo a lo largo del metraje, todos conocemos a esos personajes y sabemos lo que les va a pasar, como les va a pasar y, lo peor, como se van a resolver sus, supuestas, tramas. Y es una lástima por que Fernández cuenta con un tridente de actores (de los secundarios mejor no hablar) carismáticos y admirables para lo poquito que tenían donde rascar. Emma Suárez vuelve a ser dulce y encantadora, mientras que Gonzalo de Castro, pese a caer en sus tics más reconocibles, da forma al personaje más interesante del relato, mucho más que su "hermano", un como siempre, espléndido Javier Cámara.


Más allá de ellos, "¿Para qué sirve un oso?", da forma a un panfleto ecológico de hora y media llena de tópicos y buenos sentimientos con los que se prefiere optar a la media sonrisa cómplice que a la risa y, lo preocupante, es que apenas llega a alcanzar ese primer propósito. Hablaba al comienzo de esta crítica del don que supone la amabilidad en el ser humano. Aplicado a la nueva película de Tom Fernández, el exceso de virtud se convierte, inevitablemente, en defecto.

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